miércoles, 22 de febrero de 2023

V
LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN

1

La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas circular y escocesa y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le sacaba a paseo Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de notar lo bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante, que en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque contenido en proporciones menudas por el renacimiento armónico de la vida cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante para volver a trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se confirmaron. En diciembre y enero la mejoría fue tan notoria, que Doña Lupe estaba pasmada y contentísima. En febrero ya le permitieron salir solo, pues no se metía con nadie y se le habían acentuado considerablemente la timidez y la docilidad. Era como un retroceso a la edad en que estudió los primeros años de su carrera, y aun parecía que se renovaban en él las ideas de aquellos lejanos días, y con las ideas el encogimiento en el trato, la sobriedad de palabras y la falta de iniciativa.

Su vida era muy metódica; no se le permitía leer nada, ni él lo intentaba tampoco, y siempre que iba a la calle, Doña Lupe le fijaba la hora a que había de volver. Ni una sola vez dejó de entrar a la hora que se le mandaba. Para que tales días se pareciesen más a los de marras, el único gusto del joven era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la ventura, observando y pensando. Una diferencia había entre la deambulación pasada y la presente. Aquélla era nocturna y tenía algo de sonambulismo o de ideación enfermiza; ésta era diurna, y a causa de las buenas condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más sana y más conforme con la higiene cerebroespinal. En aquélla, la mente trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la espuma que echan de sí las ideas bien batidas; en ésta trabajaba en la razón, entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando principios y obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En fin, que en la marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino el furor de la lógica, y se dice esto así, porque cuando pensaba algo, ponía un verdadero empeño maniático en que fuera pensado en los términos usuales de la más rigurosa dialéctica. Rechazaba de su mente con tenaz

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repugnancia todo lo que no fuera obra de la razón y del cálculo, no desmintiendo esto ni en las cosas más insignificantes.

Que al poco tiempo de sentir en sí este tic del razonamiento lo aplicó al oscuro problema lógico de la ausencia de su mujer, no hay para qué decirlo. «Que vive, no tiene duda; éste es un principio inconcuso que ni siquiera se discute. Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de Madrid. Si se hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía cartas suyas. Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y cuando va es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui; luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a otra persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero propongámosla. En tal caso, ¿qué persona sería ésta? En todo rigor de lógica no puede ser Doña Casta, porque la señora de Samaniego no gusta de tales papeles. En todo rigor de lógica tiene que ser Torquemada. Pero Torquemada, anteayer, entró en el gabinete de mi tía, y yo, desde el pasillo, le oí preguntarle claramente si había sabido de la señorita... Luego, Torquemada no es. Luego, no siendo Torquemada, no hay intermediario de cartas; y no habiendo intermediario de cartas, no puede haber correspondencia; luego está en Madrid».

Quedóse muy satisfecho, y después de detenerse un rato a ver un escaparate de estampas, volvió a pegar la hebra: «Podría ponerse en duda que entre ella y mi tía haya comunicación, y en caso de que no la hubiera, el problema de su residencia seguiría como boca de lobo; pero yo sostengo que hay comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de apuntes que sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el cual, pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía: “Corresponden a F. 1252 reales?”. F. quiere decir ella. Luego hay comunicación entre mi tía y ella, y como esta comunicación no es postal, resulta claro, como la luz del día, que reside en Madrid».

Largos ratos se pasaba en este ejercicio de la razón. A veces se decía: «Rechacemos todo lo fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la lógica. ¿De qué vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio temerario. Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo llegaré a descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a nadie. Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y pienso. Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos a ver en la tierra, porque el cuerpo del manto y el de la verdad misma no se ven desde estos barrios!... Dios mío, me asombro de lo cuerdo que estoy. La gente me mira con lástima, como a un enfermo; pero yo, en mí, me recreo en lo sano de mis juicios. Dichoso el que piensa bien, porque él está en grande».

Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol.

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Allí le llevaban el café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo Maximiliano cosas muy buenas.

Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese. Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a saber: una abuela que había sido víctima del 2 de mayo, y siete menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio, había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia. En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera estrella de la moda. Dábase mucho lustre, tomando aires de señora, alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho, con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a ser las fibras con que se teje la Historia, hablóse de la Revolución francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido guillotinadas muchas almas. Oír que se hablaba de Historia y no meter baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a modelo sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un endivido muy templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel hombre dijo acerca del Pronunciamiento de Francia, hicieron reír mucho a todos, particularmente al portero

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de la Academia de la Historia, que echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas el compañero de Platón, persona enteramente desconocida para Maxi, debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy distintos del gárrulo lenguaje de su amigo:

—Al Rey Luis XVI —dijo—, y a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente, porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente, aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro, y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente, a la diosa Razón.

Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que al punto se desató a charlar con Ido del Sagrario, pues no era otro el docto amigo de Izquierdo, y estuvieron poniendo comentarios a los trágicos sucesos del 93.

—Porque mire usted, cuando el pueblo se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente, naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. ¿Qué sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador, un hombre que trae una macana muy grande, y cuando empieza a funcionar la macana, todos la bendicen. O hay lógica o no hay lógica. Vino, pues, Napoleón Bonaparte, y empezó a meter en cintura a aquella gente. Y que lo hizo muy bien, y yo le aplaudo, sí señor, yo le aplaudo.

—Y yo también —dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente.

—¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?... —prosiguió Ido—. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.

«Este hombre tiene mucho talento», pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.

Y cuando, al despedirse, Ido le dio su nombre, agregando que era profesor de primeras letras en las escuelas católicas, Maximiliano discurrió que no estaba en armonía la humildad del empleo con el saber y la destreza dialéctica que aquel individuo mostraba.

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Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Éste había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirólo el joven con disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín, sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de ella... ¡Ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».

2

Platón se despidió de su amigo, y cogió el lío diciendo que tenía que ir a la calle del Arenal.

«Justo —discurrió Maxi sin decir una palabra—. Allí está su zapatero. Arenal, 22... Lo que me falta saber, podría averiguarlo siguiendo a ese bárbaro. Pero no... Con la lógica y sólo con la lógica lo averiguaré. ¿Para qué quiero esta gran cordura que ahora tengo? Con mi cabeza me gobierno yo solo».

Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató, que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo que se iba a poner y otras menudencias.

Un día de los primeros de marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Éste y José cambiaron unas palabras.

—En seguida voy al café —dijo el modelo, mostrando varios paquetes a su amigo, que los miraba con curiosidad—. Subo a largar esto: Varas de cinta... jabón... demonios, dátiles. Voy cargado como un santísimo burro.

Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.

«¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden. Se despepita por ellas... —pensó el razonador, penetrando en el establecimiento, sin ver nada de lo que en él había—. Come dátiles... Luego no está mala; los dátiles son muy indigestos. Y puesto que ella los come, la causa del no salir, no es enfermedad... Luego, es otra cosa...».

Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para subir la escalera,

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dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».

Izquierdo y el cobrador municipal le convidaron a unas copas; pero él no quiso aceptar, porque le repugnaba el aguardiente. Oyóles la conversación sin aparentar oírla, aunque nada interesante tenía para él, pues versó sobre si la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del ramo de jardines y paseos para repartirse la cebada entre los concejales. Después el recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de familia, quejándose de las continuas enfermedades de su esposa, de lo que Izquierdo tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las ventajas de no tener familia que mantener.

Musotros los viudos estamos como queremos —dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo en el hombro.

El pobre muchacho hizo como que aprobaba la idea, sonriendo, y para sí dio unas cuantas vueltas al manubrio de la lógica: «Se te ha encargado que no descubras nada; se te ha dicho que tengas cuidado con lo que hablas delante de mí, dromedario, y tú, como todos, te empeñas en meterme en la cabeza la idea de que estoy viudo. No cuentas con que mi cabeza es un prodigio de claridad y raciocinio. A buena parte vienes. Verás cómo destruyo tus sofismas y mentiras. Verás lo que puede el cálculo de un cerebro lleno de luz... ¡Conque yo viudo! Lo mismo que mi tía, que me dijo ayer: “desde que enviudaste, pareces otro...”. Me conviene hacerles creer que me lo trago. Con mi lógica me las arreglo admirablemente y me río del mundo. ¡Qué bonita es la lógica; pero qué bonita! ¡Y qué hermosura tener la cabeza como la tengo ahora, libre de toda apreciación fantasmagórica, atenta a los hechos, nada más que a los hechos, para fundar en ellos un raciocinio sólido!... Pero vámonos a mi casa, que mi tía me espera».

Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente. Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquél se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que no querían oyese Maximiliano. Para disimular le preguntaron a él por su salud, y a poco dijo Quevedo al farmacéutico en tono muy misterioso:

—¿Ha preparado usted el cornezuelo de centeno? Basta con eso por ahora.

—Qué tal, ¿paseamos mucho, joven? —agregó en alta voz, volviendo hacia Maxi su cara de caimán, en la cual la sonrisa venía a ser como una expresión de ferocidad —. Vamos bien, vamos bien. Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... Por aquello de muerto el perro se acabó la rabia.

Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al señor de Quevedo,

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diciéndole:
—Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo con el mayor esmero. La

antiespasmódica la llevaré yo.
El comadrón tomó el paquete y se fue.
A poco entró
doña Desdémona preguntando por su marido, y pudo observar el

joven que Ballester le hizo señas, llamándole la atención sobre la presencia de Maxi, pues la señora empezó diciendo:

—¿Ha ido otra vez a la Cava?

Aquello se arregló y doña Desdémona invitóle a que la acompañase a su casa, lo que él hizo de bonísima gana, remolcándola del brazo por la escalera arriba. Conversando estuvieron largo rato, y la señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría, un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo:

—No hay nada todavía...
Y como vio allí al sobrino de Doña Lupe, no dijo más.
Cuando Maximiliano se retiró iba desarrollando en su mente la más prodigiosa

cadena de razonamientos que en aquellas cavilaciones se había visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como un resplandor siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que ilumina todas las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero dejémonos de poesías; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica, y nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy por procedimientos lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente como los rastros que deja el sueño o como las ideas extravagantes de un delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la ideación! Es que la inspiración poética precede siempre a la verdad, y antes de que la verdad aparezca, traída por la sana lógica, es revelada por la poesía, estado morboso... En fin, que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El calor se transforma en fuerza. La poesía se convierte en razón. ¡Qué claro lo veo ahora! Vive en la Cava, en la Cava, en la misma casa tal vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se aproxima. La asiste Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la antiespasmódica. ¡Ah! ¡Cómo me río yo de estos imbéciles que creen que me engañan!... ¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!... ¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester, a todos los que hacen delante de mí esta comedia! “Todavía no hay nada”, fue lo que dijo Quevedo al volver a la Cava. Presunción equivocada, falsos síntomas. Luego la cosa está próxima. Estamos en marzo. Bien, no me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar de la inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los

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escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no aseguremos nada que no esté fundado en un dato real».

Al día siguiente estuvo con su hermano en el café del Siglo, y después en el de Gallo con Refugio. Era el 19 de marzo, y los que se llamaban José convidaban a toda la tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar copas y su amigo Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se burlaba de la sobriedad del profesor de instrucción primaria, el cual aseguró haber comido fuerte y no hallarse muy bien del estómago. Poco a poco se iba desprendiendo el buen Ido de la masa de gente que formaba la tertulia, retirándose de silla en silla, hasta que Maxi le vio en la mesa más lejana, ensimismado, los codos sobre el mármol y la cabeza en las palmas de las manos. Fuese hacia él, movido de lástima, y le preguntó lo que tenía.

—Amigo —le dijo Ido con voz cavernosa, mostrando su cara descompuesta—, ¿ve usted cómo me tiembla el párpado derecho? Pues es señal de que me estoy poniendo malo... Pero no tiene usted idea de lo malo que me pongo.

—Vamos, D. José, eso no es más que aprensión —tratando de llevarle al grupo principal.

—Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra, y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted, caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi desgracia y me compadece.

—D. José... que se le quiten esas cosas de la cabeza —le dijo el otro, oficiando de hombre sesudo y razonable.

—¡Ah! Pues quíteme del campo de mi vida los hechos —tocándole amigablemente el brazo—. Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer una barbaridad.

—Eso está muy bien discurrido.

—¡Oh! La desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es dueño de su movimiento.

—Entiendo, sí...

—Pues no me acuse usted si oye que he cometido un crimen —hablándole al oído —, porque los que tenemos la desgracia de ser esposos de una adúltera... los que tenemos esa desgracia, no podemos responder de aquel mandamiento que dice: no matar. Creo que es el quinto.

—Sí, el quinto es —dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole por el espinazo.

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—Y aquí donde usted me ve... —echándose para atrás y expresándose siempre en voz muy baja—, hoy mato yo...

Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo a reír, soltó esta andanada:

—¡Pues no dice este judío Dio que hoy mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?

Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal, diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y compasión:

—Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con aguardiente.

Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento, mirándole con sorna, le decía:

—Aquí no se duermen monas. A dormirlas a la calle.
Maxi trató de hacerle levantar la cabeza.
—D. José, a usted le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de

bromuro de sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me tiene tan sano y tan bueno.

Y volviendo al grupo principal:
—Nada, hay que dejarle. Eso le pasará. ¡Pobrecito!, me da mucha lástima.
De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre la risa y

chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado:

—Déjalo tú, ¿qué te importa?

Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes; y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría de aquella gente.

3

Comió Rubín aquella noche sosegadamente con su tía, contándole algo de lo que había visto y oído en el café, a lo que respondió la gran señora expresándole su deseo de que no fuese más a aquel establecimiento, por estar muy lejos, y porque en él siempre encontraría una sociedad inculta y ordinaria. El joven parecía conformarse

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con esta idea, y aseguró que no volvería más. Después fue con su tía a casa de Samaniego, y mientras duró la tertulia, permaneció apartado de ella, labrando y puliendo su idea. «Es en la casa de los escalones de piedra... Después que echó aquel brindis estúpido, Izquierdo habló de subir a gatas a casa de su hermana, y de bajar rodando por los escalones de piedra... Ya sé, pues, dónde está. Ahora, hay que proceder con sigilo y decisión. Llegó la hora de castigar. El honor me lo pide. No soy un asesino, soy un juez. Aquel desgraciado hombre lo decía: “Estamos engranados en la máquina, y la rueda próxima es la que nos hace mover. Sus dientes empujan mis dientes, y ando”».

—¿Por qué suspiras, hijo? —le preguntó su tía, observándole caviloso y suspirante.

Contestó evasivamente, y a poco se retiraron, no sin que doña Desdémona invitase al joven a pasar en su casa la mañana siguiente. Le enseñaría todos sus pájaros y le daría de almorzar. Aceptada esta fineza, Maxi se personó en casa de Quevedo desde las nueve, hora en que la señora aquella se hallaba en la plenitud de sus funciones, limpiando jaulas, revisando nidos, examinando huevos, y sosteniendo con este y el otro volátil pláticas muy cariñosas. Su obesidad no le impedía ser ágil y diligentísima en aquella faena. Gastaba una bata de color de almagre, y como su figura era casi esférica, no parecía persona que anda, sino un enorme queso de bola que iba rodando por las habitaciones y pasillos. No tardó en asociar al chico a sus operaciones, enseñándole a distribuir el alpiste a toda la familia. Con algunos sostenía doña Desdémona conversaciones maternales. «¿Qué dices tú, chiquitín de la casa... gloria mía?... A ver, ¿tiene el niño mucha hambre?... ¡Ay qué pico me abre este hijo!». Y los trinos ensordecían la casa. Con verdadero ahínco, Maximiliano seguía torneando en su cabeza las ideas de la noche anterior. «La mataré a ella y me mataré después, porque en estos casos hay que poner el pleito en manos de Dios. La justicia humana no lo sabe fallar».

—¡Qué mala es esta pájara! —decía doña Desdémona—, no sabe usted lo mala que es. Ha matado ya tres maridos... y de los hijos no hace caso. Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.

—Hay que perdonarla —replicó Maxi con humorismo—, porque no sabe lo que se hace... Y si la fuéramos a condenar, ¿quién le tiraría la primera piedra?

—Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.

«La lógica exige su muerte —pensaba Rubín colgando cuidadosamente una jaula en que había muchos nidos—. Si siguiera viviendo, no se cumpliría la ley de la razón».

La renovación del alpiste y del agua daba a aquellos infelices y graciosos seres aprisionados una alegría insensata; y poniéndose todos a piar y a cantar a un tiempo, no era posible que se entendieran las personas que entre ellos estaban. Doña Desdémona hablaba por señas. Maxi parecía contento, y hubiera vuelto a empezar

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todas las operaciones por puro entretenimiento. Cuando llegó la hora de almorzar, tenía ya muy buen apetito, y el comadrón y su esposa estuvieron muy amables con él, diciéndole que le agradecerían fuese todos los días, si tenía gusto en ello. Ya Quevedo no era celoso, y desde que su esposa se había redondeado hasta hacer la competencia a los quesos de Flandes, se curó el buen señor de sus murrias y no volvió a hacer el Otelo. Sin embargo, a ninguno que no fuera el pobre Rubín, le habría permitido entrar libremente en la casa, porque en verdad, no le consideraba a éste capaz de comprometer la honra de ningún hogar donde penetrase.

Doña Lupe entró muy gozosa, diciendo:
—¿Qué tal se ha portado el galán?
—Admirablemente, señora. Es lo más amable... —replicó
doña Desdémona, y

llevándola aparte, añadió—: Si está bueno y sano... ¡Si viera usted qué contento y qué tranquilo!... Nada, como la persona de más juicio.

—Yo creo —dijo la de Jáuregui—, que si no está curado, le falta poco. ¿Y qué hay de eso?

—Esta mañana volvió Quevedo. Todavía nada... Esperando por momentos... Ella, con mucho miedo.

Algo más cotorrearon, pero no hace al caso. Doña Lupe se llevó a su sobrino al Monte de Piedad, y como aquel día las ventas fueron de muy poco interés, tornaron pronto a casa, después de comprar fresa y espárragos en un puesto de la calle de Atocha. Por la tarde, la señora encargó a su sobrino que le hiciera unas cuentas algo complicadas, y él las despachó con presteza y exactitud, sin equivocarse ni en un céntimo; y como su tía se maravillase de aquel tino aritmético, el joven se echó a reír, diciéndole:

—¿Pero usted qué se ha figurado? Si tengo yo la cabeza como no la he tenido nunca. Si estoy tan cuerdo, que me sobra cordura para darla a muchos que por cuerdos pasan.

Hacía muchísimo tiempo que Doña Lupe no había visto al chico tan despejado, con tanto reposo en el espíritu y el ánimo tan dispuesto a la alegría, señales todas de reparación indudable.

—Si no dudo que estés bien... Cierto que ya quisieran muchos... Yo me alegro infinito de verte así, y le pido a Dios que te conserve.

—Crea usted que seguiré lo mismo. Yo reconozco en mi cabeza una fuerza que nunca he tenido. Discurro admirablemente, y se lo voy a probar a usted ahora mismo. Se pasmará usted al ver que si buena comedia han hecho ustedes conmigo, mejor la he hecho yo con ustedes. Los engañadores son los engañados.

Doña Lupe empezó a alarmarse.

—Pues verá usted —continuando en la mesa en que había hecho las cuentas y con el papel de ellas entre las manos—. Mi familia, Ballester y todas las personas a quienes conozco fuera de casa, bordaban admirablemente su papel; y yo callado... haciéndome el tonto, mientras con la sola fuerza del cálculo, descubría la verdad.

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Y Doña Lupe tan parada, que no sabía qué decirle.

—Y vea usted cómo le pruebo que mi cabeza da quince y raya hoy a las cabezas mejor organizadas, incluso la de usted. Sin decir una palabra a nadie, sin preguntar a bicho viviente, y fundándome sólo en algún indicio que pescaba aquí y allí, sentando hechos y deduciendo consecuencias, he descubierto la verdad... Todo con la pura lógica, tía, con la lógica seca. Atienda usted y asómbrese.

Estaba, en efecto, la viuda ilustre tan asombrada como quien ve volar un buey.

—Pues, por el orden siguiente, he ido descubriendo estos hechos: Que Fortunata no se ha muerto, que está en Madrid, que vive cerca de la Plaza Mayor, que vive en la Cava de San Miguel, en la casa de los escalones de piedra, que está fuera de cuenta desde hace un mes, y que D. Francisco de Quevedo la asiste.

Doña Lupe no se atrevió a negar; tan abrumadoras eran las verdades que su sobrino manifestaba.

—Verás... Tú no debes ocuparte de eso... Te concedo que vive, pero no sé dónde. Y en cuanto al embarazo, es error tuyo y de tu maldita lógica. ¡Vaya con la salida! El diablo cargue con tu lógica.

—Si insiste usted, querida tía, en hacer comedias, creeré que quien ha perdido el juicio es usted. Yo afirmo lo que he dicho, y tengo la evidencia de que es verdad. Mí lógica no me engaña ni puede engañarme. Con franqueza: ¿nota usted en mí algo que remotamente se parezca a falta de juicio?

Doña Lupe no supo qué responder.

—¿He dicho algún disparate?... ¿Se atreve usted a sostener que lo he dicho? Pues tomemos un coche y vamos a la Cava... ¡Ah!, no quiere usted. Luego, yo he dicho la verdad, y la que falta ahora a ella, sin duda con muy buen fin, es mi señora tía. ¿Quién es aquí el cuerdo y quién no lo es?

—Pues repito que eso del estado interesante es una papa —dijo la viuda llena de confusión—. Alguien ha querido darte un bromazo, que por cierto es de muy mal gusto.

—Yo le juro a usted que con nadie he hablado de este asunto, absolutamente con nadie. El conocimiento adquirido es obra del cálculo puro. Y ahora, por si alguien duda todavía de que yo sea la cordura andando, voy a dar a todos la última prueba de ella. ¿Cómo? Pues no volviendo a hablar de semejante asunto. Se acabó. Sigamos la vida ordinaria... Aquí no ha pasado nada, tía; hágase usted cuenta de que no hemos hablado nada. ¿No me dijo usted que tenía otra cuenta que arreglar? Venga; estoy pronto, con una cabeza que es un acero para los números, pues éstos son la pura esencia de la lógica.

Y se puso a trabajar en las operaciones aritméticas con tanta serenidad, y un temple tan equilibrado, que Doña Lupe salió de la estancia haciéndose cruces y diciendo que si lo que acababa de oír se lo hubieran contado los cuatro Evangelistas, no les habría dado crédito. Pero siendo lo que refirió el sobrino un prodigio de capacidad intelectual, la señora no las tenía todas consigo respecto al estado de

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aquella cabeza. Entráronle alarmas, como las de los peores días pasados, y se puso de un humor vidrioso no acertando a determinar si aquello de la lógica era una crisis favorable, o por el contrario, traería nuevas complicaciones.

Y no estuvo muy feliz Juan Pablo, en la elección de aquel día para hacer a Doña Lupe la proposición de empréstito, pues encontró a la capitalista dada a todos los demonios. Era el hombre de menos suerte que existía, pues nunca daba en el quid de la buena ocasión; lástima grande, porque el discurso que llevaba preparado para convencer a la señora era admirable, y una roca se ablandaría oyéndolo. Su tía no le dejó pasar del exordio, negándose absolutamente a contratar ninguna clase de préstamo ni en las condiciones más usurarias. Total: que salió Juan Pablo de la casa renegando de su estrella, de su tía y de todo el género humano, revolviendo en su mente propósitos de venganza con proyectos de suicidio, pues estaba el infeliz como el náufrago que patalea en medio de las olas, y ya no podía más, ya no podía más. Se ahogaba.

4

En la noche de aquel aciago día, que creyó deber marcar con la piedra más negra que en su triste camino hubiera, Juan Pablo sostuvo en el café del Siglo las teorías más disolventes. Con gran estupefacción de D. Basilio Andrés de la Caña, que volvió a la tertulia, embistió contra la propiedad individual, haciendo creer al propio sujeto y a otros tales que se había dado un atracón de lecturas prudhonianas. No había visto un solo libro, ni por el forro, y toda su argumentación ingeniosa sacábala de la rabia que contra Doña Lupe sentía, rencor satánico que habría bastado para inspirar epopeyas.

Como el gran principio de la propiedad individual no tenía en aquella desigual contienda más defensor que D. Basilio, quedó maltrecho. La mesa de mármol, en torno de la cual formaban animado círculo las caras de los combatientes, estaba a última hora llena de cadáveres, revueltos con las cucharillas, con los vasos que aún tenían heces de café y leche, con la ceniza de cigarro, los periódicos y los platillos de metal blanco, en los cuales la mano afanadora de D. Basilio no había dejado más que polvo de azúcar. Dichos cadáveres, horriblemente destrozados, eran la propiedad, todas las clases de propiedad posibles, el Estado, la Iglesia y cuantas instituciones se derivan de estos dos principios, Matrimonio, Ejército, Crédito Público, etc... Con admiración de todos, Juan Pablo se lanzó a la defensa del amor libre, de las relaciones absolutamente espontáneas entre los sexos, y puso la patria potestad sobre la cabeza de la madre. Al Papa le deshizo, y la tiara quedó pateada bajo la mesa, con los pedazos de periódico, los salivazos y el palillo deshilachado de D. Basilio, quien al fin, en el barullo de la derrota, arrojó lejos de sí aquel marcador de sus argumentos. También andaba por el suelo la corona real, triturada por las suelas de las botas, y el

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cetro de toda autoridad corría la misma suerte. Las conteras de los bastones, golpeando con furia el sucio entarimado, remataban las víctimas que iban cayendo de la mesa, expirantes. Creeríase que Juan Pablo las estrujaba con los codos, después de acribillarlas con su dialéctica, y cuando cogía un lápiz y trazaba números con febril mano sobre el mármol, para probar que no debe haber presupuesto, parecía un Fouquier de Thinville firmando sentencias de muerte y mandando carne a la guillotina.

¿Y qué menos podía hacer el desgraciado Rubín que descargar contra el orden social y los poderes históricos la horrible angustia que llenaba su alma? Porque estaba perdido, y la cruel negativa de su tía le puso en el caso de escoger entre la deshonra y el suicidio. Antes de ir al café había tenido un vivo altercado con Refugio, por pretender ésta que fuese con ella a Gallo, y el disgusto con su querida, a quien tenía cariño, le revolvió más la bilis. Sus amigos no podían con él; estaba furioso; poco faltaba para que insultase a los que le contradecían, y su numen paradójico se excitaba hasta un grado de inspiración que le hacía parecer un propagandista de la secta de los tembladores. El que mejor replicaba ¡parece increíble!, era Maxi, que se quedó en el café más tiempo del acostumbrado, retenido por el interés de la polémica. Defendía el joven Rubín los principios fundamentales de toda sociedad con un ardor y una serena convicción que eran el asombro de cuantos le oían. No se alteraba como el otro; argumentaba con frialdad, y sus nervios, absolutamente pacíficos, dejaban a la razón desenvolverse con libertad y holgura. La suerte de Rubín mayor fue que Rubín menor se marchó a las diez, pues Doña Lupe le tenía prescrito que no entrase en casa tarde, y por nada del mundo desobedecería él esta pragmática. Había vuelto a la docilidad de los tiempos que se podrían llamar antediluvianos o que precedieron a la catástrofe de su casamiento. Dejando que su hermano se arreglara como pudiese con los demás tratadistas de derecho público, abandonó el café con ánimo de irse derechito a su casa. Atravesó la Plaza Mayor, desde la calle de Felipe III a la de la Sal, y en aquel ángulo no pudo menos que pararse un rato, mirando hacia las fachadas del lado occidental del cuadrilátero. Pero esta suspensión de su movimiento fue pronto vencida del prurito de lógica que le dominaba, y se dijo: «No; voy a casa, y han dado ya las diez... Luego, no debo detenerme». Siguió por la calle de Postas y Vicario Viejo, y antes de desembocar en la subida a Santa Cruz, vio pasar a Aurora, que salía de la tienda de Samaniego para ir a su casa. «¡Qué tarde va hoy!» pensó, siguiendo tras ella por la calle arriba, hacia la plazuela de Santa Cruz, no por seguirla, sino porque ella iba delante de él, sin verle. Andaba la viuda de Fenelón a buen paso, sin mirar para ninguna parte, y llevaba en la mano un paquete, alguna obra tal vez para trabajar en su casa el día siguiente, que era domingo, y domingo de Ramos por más señas.

Como iba más aprisa que él, pronto se aumentó la distancia que les separaba. En vez de seguir por la calle de Atocha para tomar por la de Cañizares, como parecía natural (éste era el itinerario que usaba Maxi), la joven se metió por el oscuro callejón

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del Salvador. En la sombra del Ministerio de Ultramar la esperaba un hombre que la detuvo un instante: diéronse las manos y siguieron juntos. «Hola, hola —se dijo Maxi acechando—, ¿belenes tenemos?». Y viéndoles ir por el callejón adelante, una idea o más bien sospecha encendió en él vivísima curiosidad. Siguiéndoles a cierta distancia, se cercioró al punto de lo que antes fuera presunción, y la certidumbre produjo en su alma violentísima sacudida. «Es él, ese infame... La espera; van juntos... y toman la vía más solitaria... Luego, son amantes... ¡Engañar a una pobre mujer... un hombre casado!...». Determinóse en él con poderosa fuerza el rencor de otros tiempos, aquel rencor concentrado y sutil que era como un virus ponzoñoso, tan pronto manifiesto como latente, y que al derramarse por todo su ser, producía tantos y tan distintos fenómenos cerebrales. Al propio tiempo se desbordaba en el alma del desdichado joven un sentimiento quijotesco de la justicia, no tal como la estiman las leyes y los hombres, sino como se ofrece a nuestro espíritu, directamente emanada de la esencia divina. «Esto lo tolera y aun lo aplaude la sociedad... Luego, es una sociedad que no tiene vergüenza. ¿Y qué defensa hay contra esto? En las leyes ninguna. ¡Ay, Dios mío, si tuviera aquí un revólver, ahora mismo, ahora mismo, sin titubear un instante, le pegaba un tiro por la espalda y le partía el corazón! No merece que se le mate por delante. ¡Traidor, miserable, ladrón de honras! ¡Y esa tonta que se deja engañar!... Pero ella no merece la muerte, sino la galera, sí señor, la galera...».

Al día siguiente del lastimoso lance ocurrido cerca de Cuatro Caminos, no estaba Maxi más excitado y rencoroso que aquella noche lo estuvo. En el tiempo transcurrido desde la noche aciaga de noviembre, no había visto a su ofensor sino muy contadas veces, y siempre de lejos; nunca le había tenido así, tan a tiro... «¡Ay! ¿Por qué no traigo un revólver?... Ahora mismo le dejaba seco. Si pasara por una armería, lo compraba... Pero si no tengo dinero. La tía no me da más que los dos reales para el café. Dios, ¡qué desesperación! Si me infundes la idea de la justicia, idea lógica, perfectamente lógica, ¿por qué no me das los medios para hacerla efectiva?... Verle expirar revolcándose en su sangre; no tenerle ninguna lástima... ¡Que no vea yo esto, Dios!... ¡Que no lo vea el mundo entero... porque el mundo entero se había de regocijar...!».

Después de recorrer la calle de Barrionuevo y la Plaza del Progreso, la pareja tomó por la calle de San Pedro Mártir, buscando la vía menos concurrida. «Van a tomar por la calle de la Cabeza —dijo Maxi—, por donde no pasa un alma a estas horas. ¡Ah, trasto, ladrón de honras, asesino!... La justicia caerá sobre ti algún día, si no hoy, mañana. Lo que siento es que no sea por mi mano». Seguíales sin perderles de vista, a bastante distancia... «Me duelen las contusiones que recibí aquella noche, como si las acabara de recibir... Perdulario, cobarde, que te ensañas con los débiles de cuerpo, con los enfermos que no se pueden tener... A ti se te contesta con una bala... ¡Plaf! Y se te deja seco... Y yo me quedaría tan fresco y tan satisfecho como se queda todo el que ha hecho un bien muy grande, pero muy grande...».

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Al llegar a la calle del Ave María, Rubín se pasó a la acera de los impares y se puso en acecho en la esquina de la calle de San Simón, en la sombra. Detuviéronse: Aurora parecía decir a su galán que no siguiese más. Era prudente esta indicación, y el galán se despidió apretándole la mano. Maxi le miró subir hacia la calle de la Magdalena, y sentía deseos de gritar e írsele encima: «Ratero de mi honor y de todos los honores... Ahora las vas a pagar todas juntas». Creía que se le afilaban las uñas haciéndosele como garras de tigre. En un tris estuvo que Maxi diese el salto y cayese sobre la presa. La lógica le salvó. «Soy mucho más débil, y me destrozará... Un revólver, un rifle es lo que yo necesito».

Cuando los amantes desaparecieron de su vista, Rubín penetró en su casa. Lo más particular fue que la idea de su mujer se borró de su mente durante aquel suceso, o quizás personificaba en Aurora la totalidad de las deslealtades y traiciones femeninas. A solas en su cuarto, fue acometido de una duda horrible. «Pero esto que me desvela ahora —se decía revolviéndose en el lecho—, ¿es verdad, o lo he soñado yo? Sé que entré, sé que caí en la cama, sé que dormí, y ahora me encuentro con esta impresión espantosa en mi cerebro. ¿Es verdad que les he visto, al infame y a ella, o lo he soñado? Que yo he tenido un sopor breve y profundo, es indudable... Pues ya voy creyendo que ha sido sueño... Sí; sueño ha sido... Aurora es honrada. Vaya con las cosas que sueña uno... Pero ¡no, Dios, si lo vi, si lo estoy viendo todavía, y si tengo estampadas aquí las dos figuras!... Esto es para volverse uno loco... ¡Y sería lástima, ahora que estoy tan cuerdo!...».

Todo el día siguiente estuvo con la misma confusión en su mente. ¿Lo había visto, o lo había soñado? El Miércoles Santo envióle su tía con un recado a casa de Samaniego, y después de estarse allí gran rato, oyendo tocar la pieza, notó que Doña Casta hablaba muy vivamente con Aurora.

—Vaya, hija, que hoy nos has dado un buen plantón. ¡Tres horas esperándote!... ¿A qué tienes tú que ir hoy al obrador, si hoy no se trabaja?... Lo mismo que el Domingo de Ramos... Toda la tarde en el obrador, y luego viene Pepe y me dice que ni has aparecido por allí ni ése es el camino. ¿En dónde estuviste? ¡En casa de las de Reoyos! ¿Y qué hacías tú tantas horas en casa de las de Reoyos? Tengo yo que averiguarlo...

Aurora se defendía con ingenio y tesón, como quien sabe que es mayor de edad y puede, cuando quiera, echar a rodar la autoridad materna; pero no llegó el caso de hacerlo así. Maxi, aparentando poner sus cinco sentidos en la pieza que tocaba Olimpia, no perdía sílaba de aquel doméstico altercado. Gracias que la cuestión ocurrió cuando la niña tenía entre sus dedos el andante cantabile molto expresivo, que si llega a coincidir con el allegro agitato, ni Dios pesca una letra de lo que hija y madre hablaron. Durante el presto con fuoco, Maxi se decía: «Parece mentira que dudara yo un instante de que aquello era la pura realidad... ¡Y lo creí sueño!... ¡Qué imbécil!... Un dato tomado de la existencia positiva me ha quitado todas las dudas. Ahora no me basta con la lógica, necesito ver algo más... y veré. ¡Qué lección para

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mi mujer! ¡Oh Dios mío, ahora me asalta otra duda horrible!... Si la mato no hay lección. La enseñanza es más cristiana que la muerte, quizá más cruel, y de seguro más lógica... Que viva para que padezca y padeciendo aprenda... Pero a él debo matarle... ¡A él sí!».

Oyendo el estrepitoso fin de la pieza, tuvo como un sopor de medio minuto, y volvió de él asaltado por esta idea que le sacudía: «No, matar no. Su maldad es necesaria para este gran escarmiento. La vida es lo que duele y lo que enseña... La muerte para los buenos... Para los perversos, lógica, lógica».

Apenas se había acabado la tocata, entró Doña Casta a decirle:

—Maxi, la señora de Quevedo me ha llamado por la ventana del patio para decirme que le mande a usted subir un momento. Tiene que enviar un recado a Lupe.

Subió el pobre chico, y doña Desdémona le hizo esperar un ratito, pues estaba ayudando a su marido a desnudarse. Acababa de entrar, muy fatigado; le llamaron a las doce y hasta aquella hora no había podido volver a casa.

—Querido —dijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el hombro—. Hágame el favor de decirle a Lupe que la pájara mala sacó pollo esta mañana... Un polluelo hermosísimo... Con toda felicidad...

Maxi se rascó una oreja, y sacando de su alma a los labios una sonrisa extraña, cuya significación no pudo entender la señora de Quevedo:

—La pájara mala —dijo con acento de niño mimoso—, enséñemela usted... Y el pollo... Enséñemelo también.

—No, no, ahora no —replicó doña Desdémona empujándole hacia la puerta—. Mañana los verá... Vaya ahora a decirle esto a su tía.

5

El interés con que Doña Lupe esperaba noticias de la pájara mala y de si sacaba bien o mal el pollo, no podrá ser comprendido sin tener en cuenta las grandes ideas que en aquellos días despuntaban en el caletre de la insigne señora. Su entendimiento excelso sugeríale determinaciones para todos los casos, y medios de armonizar los hechos con los principios en la medida de lo posible. Era su lema que debemos partir siempre de la realidad de las cosas, y sacrificar lo mejor a lo bueno, y lo bueno a lo posible. Esto lo había aprendido en la experiencia de los negocios, la cual se aplica con éxito a los asuntos morales, del mismo modo que el ejercicio de las matemáticas y la agilidad gimnástica que dan al entendimiento, facilitan el estudio de la filosofía.

Pues pensando en su sobrina, vino a sentar ciertas bases que discutió consigo misma, dándolas al fin por indestructibles, a saber: que aquello no tenía remedio, que la deshonra era inevitable, si bien no recaía sobre Doña Lupe, pues a todo el mundo constaba que ella no alentó ni favoreció jamás los desvaríos de Fortunata. Esto lo

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sabían hasta los perros de la calle. Por consiguiente, bien podía la señora estar tranquila sobre este particular. Segundo punto: Fortunata sería todo lo mala que se quisiera suponer; pero había pertenecido a la familia, y la persona más importante de ésta no podía menos de echar una mirada a la descarriada joven para enterarse de sus pasos, y tratar de impedir que arrojase sobre el claro apellido de Rubín ignominias mayores. Presentábase un problema grave, cuya solución no estaba al alcance de los entendimientos vulgares. Aquel pequeñuelo que iba a presentarse en el mundo era, por ley de la naturaleza, sucesor de los Santa Cruz, único heredero directo de poderosa y acaudalada familia. Verdad que por la ley escrita, el tal nene era un Rubín; pero la fuerza de la sangre y las circunstancias habían de sobreponerse a las ficciones de la ley, y si el señorito de Santa Cruz no se apresuraba a portarse como padre efectivo, buscando medio de transmitir a su heredero parte del bienestar opulento de que él disfrutaba, era preciso darle el título de monstruo.

«¡Oh! Si a mí me hubiera pasado lo que le pasa a esa panfilona —se decía—, ¿cómo no me había de señalar el otro una pensión de alimentos? Bonito genio tengo yo para estas cosas... ¡Ah! ¡Pues si ésa hiciera caso de mí, y se dejara llevar!... Lo que es ahora, yo le aseguro que sus dos o tres mil duros de pensión no se los quitaba nadie... Lo primerito que yo haría era plantarme en casa de Doña Bárbara y leerle la cartilla bien leída... Y lo haré, lo haré, aunque esa simple no me autorice. No lo puedo remediar, la iniciativa me alborota todo el espíritu, y reviento si no le doy salida... Y me inspira lástima lo que va a nacer, porque es un dolor que viva pobre viniendo de quien viene. Pues el día de mañana (pongo que sea varón), cuando crezca y sea preciso librarle de quintas, ¿qué va a hacer esa infeliz? No, esto no puede quedar así... ¡Pobre criaturita! Hay que hacer algo, y véase aquí cómo es una caritativa cuando menos lo piensa... No, lo que es yo no me callo, yo me voy a ver a Doña Bárbara, y con esta labia que tengo y lo bien que pongo los puntos, le haré ver el disparate de que su nieto esté peor que un inclusero... Porque ¿de qué va a vivir? Las acciones del Banco se las comerán hijo y madre en un par de años, y con el rédito de los treinta mil reales no tienen ni para sopas. Lo que es dinero de Maxi no lo han de ver, de eso respondo, porque sería el colmo de la afrenta y de la tontería... Nada, nada; que yo doy la campanada gorda, siempre y cuando el señorito ese no le señale el estipendio en el término de un mes. Vaya si la doy... Me pongo mi abrigo de terciopelo, mi capota, mis guantes y ¡hala!... Ahora se me ocurre que debo empezar por darle una embestida a mi amiga Guillermina, que se hará cargo de la justicia del caso... Sí, ¡magnífica idea! Guillermina hablará con la otra y... Ahora, ahora comprenderá esa loquinaria la diferencia que hay entre obrar ella por cuenta propia y tenerme a mí por consejera y directora. ¿Apostamos a que ella, si el otro no le da un cuarto, se deja estar con su santa pachorra, sin atreverse a nada, tragando hiel y muriéndose de hambre? Pero yo, cuando hago el bien, lo hago contra viento y marea, y se lo meto en los hocicos a las personas tercas e inútiles que no saben hacer nada por sí».

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Estas ideas, que fermentaron en el cerebro de aquella gran diplomática y ministra durante todo el mes de marzo, determinaron los recaditos que mandó a Fortunata con Ballester, el encargo que hizo a Quevedo de asistirla cuando el caso llegara, no vacilando en decir al feo y hábil profesor de obstetricia que sus honorarios no serían perdidos. Algo la desconcertó Maxi el día en que se mostró sabedor del secreto, pues la señora, para hacer todos aquellos proyectos benéficos en interés del vástago de Santa Cruz, partía del principio de que su sobrino desconocía en absoluto la verdad. Muchísimo se alegraba de verle tan sereno; pero la sacaba de quicio el pensar que se volvería razonable hasta el punto de compadecerse de su mujer, y asignarle alguna pequeña renta para que no pidiera limosna o se prostituyese. No, el otro, el que había roto los vidrios, era el que los tenía que pagar.

A esta altura estaban sus cavilaciones, cuando Maxi le llevó la noticia que le diera Doña Desdémona. Lo primero en que Doña Lupe puso su atención inteligente fue en la cara del joven al dar el recado, y se pasmó de su impavidez, a pesar de que demostraba penetrar el sentido recto de la alegoría empleada por la señora de Quevedo. Después de repetir textualmente el recado, añadió:

—Ha sido esta mañana. D. Francisco acababa de llegar y se estaba acostando.

Doña Lupe no volvía de su asombro. «Vaya, que lo toma con calma. Más vale así. ¿Y esto es cordura o qué es? Será lo que llaman filosofía... Dios nos tenga de su mano, si después le da por la filosofía contraria».

—¿Piensa usted ir a verla? —le preguntó después el chico con la mayor naturalidad.

—¿Yo?... pero qué cosas tienes... Veo que es inútil hacer comedias contigo. Con ese talentazo que estás echando, nada se te escapa... ¡Verla yo! Sólo por curiosidad he querido saber lo que sé... De aquí en adelante, como si no existiera. ¿No piensas tú lo mismo?

—Exactamente lo mismo... ¿Ve usted lo frío y sereno que estoy?

—Así me gusta. Esto se llama ser filósofo en toda la extensión de la palabra, y elevarse sobre las miserias humanas —dijo la viuda con emoción verdadera o falsa—. No vuelvas a acordarte más del santo de su nombre...

—Y aunque me acordara, tía, aunque me acordara...
—¿Para qué?... Tú no has de verla.
—Y aunque la viera, tía, aunque la viera...
Doña Lupe se inquietó un poco oyendo esta frase, dicha con cierto sentido de

tenacidad maniática. Pero Maximiliano se apresuró a tranquilizarla con otro argumento:

—¿Pero no observa usted lo cuerdo que estoy? Si no me he visto nunca así, ni en mis mejores tiempos... Ya quisieran todos...

La señora tomó pie de esto último para variar la conversación:

—Dices bien. ¿Sabes que tu hermano Juan Pablo me parece a mí que no está bueno de la cabeza? Hoy estuvo otra vez a darme la jaqueca... Pues que le he de

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hacer el préstamo o se pega un tirito. ¡Como no se mate él! Es el egoísmo andando. Se necesita atrevimiento. ¡Pedirme dinero un hombre que, cuando debe, no hay medio de sacarle un real, y se enfada si una reclama lo suyo! Dice que le van a hacer secretario de un gobierno de provincia y qué sé yo qué... ¿Tú lo crees? Muy rebajada está la talla de los empleados; pero no tanto...

En aquel segundo ataque desesperado que dio Juan Pablo a su tía, salió de la casa el pobre hombre más muerto que vivo. Su tía no era ya simplemente una mujer mala; era un monstruo, una furia, un dragón mitológico. Aquel tiro con que él se amenazaba a sí mismo, ¡cuánto mejor estaría empleado en ella! «Pero ese tiro, ¿me lo doy o no me lo doy?... No tengo más remedio que dármelo —discurría entrando por la calle de la Magdalena—. Por ninguna parte veo la solución. Sí, lo que es el tiro me lo pego; vaya si me lo pego... Lo malo es que no tengo revólver... Se me está figurando que al fin y al cabo no me pegaré tiro ninguno. Es uno así, tan dejado, que no se arranca... Ya voy viendo yo que una cosa es decir uno de buena fe que se mata, y otra cosa es hacerlo... Pero en fin, yo sigo en mis trece, y al fin, me lo tendré que pegar, no habrá más remedio».

6

Estuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «¡Dios! —se decía—; ¿será para darme la secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios. La contra es que no tengo revólver... Me tiraré por el balcón... No, eso no; ¡me haría una tortilla!... Vamos, que el corazoncito me anuncia secretaría... Ánimo, chico, que hoy te va a sonreír la suerte».

El director era hombre muy expeditivo, y sin hacerle sentar le dijo:
—Amigo Rubín, usted es listo y me conviene usted...
Rubín vio la cara del director como la del Padre Eterno que los pintores ponen

entre nubes, esmaltadas de angelitos.
—Me conviene usted, y yo le voy a meter en carrera.
—Muchas gracias, señor D. Jacinto. Ya sabe que estoy a sus órdenes.
—Pues le voy a dar a usted la gran sorpresa. Yo necesito un hombre; y como

entiendo que usted sabrá desenvolverse en el destino delicadísimo que le pienso dar...

—La secretaría de...

—No, amigo; es más. Yo, cuando encuentro una persona que me entra por el ojo derecho, y que sirve, digo copo, y la tomo para que me sirva a mí. Le juro a usted que

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me conviene, camará. Allá va la bomba. Va usted a ser gobernador de una provincia de tercera clase.

Rubín no pudo decir nada. Creyó que se le caía encima el techo del despacho y todo el Ministerio de la Gobernación.

—Pues sí, gobernador de mi provincia. Quiero ver cómo arreglo aquello. Usted no tiene que entenderse más que conmigo. El Ministro me da vara alta.

—Señor director —balbució Rubín—, disponga usted de mí.

—Pues será usted incluido en la combinación que va mañana a la firma del Rey. Ya hablaremos, y le contaré a usted de cómo está aquello. Creo que iremos bien.

Luego echaron un cigarro, y hablaron algo del estado de la provincia, desflorando el asunto. Empezó a entrar gente en el despacho, y Rubín se retiró para comenzar sus preparativos. Estaba el hombre que no sabía lo que le pasaba; creía soñar... se daba pellizcos a ver si estaba despierto, anduvo algún tiempo por la calle como un insensato... se reía solo... le dieron ganas de comprar un revólver para ponerse a disparar tiros al aire... ¡Ah!, lo que debía hacer era meterle un par de balas en el cuerpo a Doña Lupe... Sí, por mala, por tacaña... Pero no, no; perdonar a todo el mundo... La vida es hermosa, y gobernar un pedazo de país es el mayor de los deleites. A los individuos de Orden Público o de la Guardia Civil que iba encontrando, les miraba ya como subalternos, y por poco les manda prender a su tía y a Torquemada.

En el café, aquella noche, hubo la gran escena. Al principio no dijo nada, esperando dar la sorpresa de sopetón; pero sus amigos conocieron que no era el mismo hombre. Daba un sonsonete de autoridad a sus palabras, medíalas mucho, tomaba el café con más pausa que de costumbre, y a cada momento echaba una frasecilla de protección.

—Pero, amigo Montes, no hay que apurarse... Ya veremos, ya veremos si se te puede meter en algún hueco. D. Basilio me tiene que dar unos datos que necesito sobre la recaudación de la provincia de X... Oiga usted, Relimpio, no se dé prisa a presentar la memoria, porque esta situación dura. Cánovas tiene para un rato. Es hombre que entiende la aguja de marear.

Y como se suscitara un debate político de los más graves, Rubín se puso de parte de los que defendían la tesis más razonable, conciliadora y templada.

—Pero ustedes, ¿qué creen, que una sociedad puede vivir siempre soñando con trastornos? Seamos prácticos, señores, seamos prácticos, y no confundamos las pandillas de politicastros con el verdadero país.

En esto llegó La Correspondencia, y a las primeras ojeadas conspicuas que arrojó sobre las columnas de ella el buen D. Basilio, tropezó con la combinación de gobernadores, y lanzando un berrido de sorpresa, se restregó los ojos creyendo que leía mal. Mas convencido de que no era error, lanzó otra exclamación más fuerte y al instante se enteraron todos, y Juan Pablo fue objeto de aclamaciones y plácemes, unos sinceros, otros con su poco de bien disimulada envidia.

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—Hace tiempo que el amigo Villalonga tenía empeño en eso. Hoy ha machacado tanto que no he podido decirle que no.

—Pero ¡qué callado se lo tenía!

De todos lados de la cámara... digo del café, vino gente a felicitar al gobernador, y el mozo, a quien Juan Pablo debía el consumo de cinco meses, y algunos picos, se puso más contento que si le hubiera caído la lotería; y hasta el amo del establecimiento fue a dar un apretón de manos a su parroquiano, diciéndole si podía colocar en las oficinas de la provincia a un sobrinito suyo que tenía muy buena letra.

—No le digo que sí ni que no, D. José. Veremos. Tengo la mar de compromisos... Pero ya sabe usted que haré los imposibles por servirle... Usted me manda.

El hombre compensó con los goces de aquella noche los sufrimientos y tristezas de tantísimos meses. Toda la gente que próxima estaba, mirábale con cierta expresión de asombro y respeto, como se mira a quien es, ha sido o va a ser algo en el mundo. En cuantos asuntos se trataron aquella noche en el círculo, Rubín hizo gala de las ideas más sensatas. Era preciso moralizar la administración provincial, desterrar abusos; sobre todo, en el destierro de los abusos insistió mucho. Su plan de conducta era muy político... Contemporizar, contemporizar mientras se pudiera, apurar hasta lo último el espíritu conciliador; y cuando se cargara de razón, levantar el palo y deslomar a todo el que se desmandase... Mucho respeto a las instituciones sobre que descansa el orden social. Cuando va cundiendo el corruptor materialismo, es preciso alentar la fe y dar apoyo a las conciencias honradas. Lo que es en su provincia, ya se tentarían la ropa los revolucionarios de oficio que fueran a predicar ciertas ideas. ¡Bonito genio tenía él!... En fin, que el pueblo español está ineducado y hay que impedir que cuatro pillastres engañen a los inocentes... La mayoría es buena; pero hay mucho tonto, mucho inocente, y el Gobierno debe velar por los tontos para que no sean engañados... En cuanto a moralidad administrativa, no había que hablar. Él no pasaba ni pasaría por ciertas cosas. Ya le había dicho a Villalonga que aceptaba con la condición de que no le pondría veto a la persecución y exterminio de los pillos... «A muchos que mangonean ahora, les he de llevar codo con codo a la cárcel de partido... Yo soy así; hay que tomarme o dejarme».

D. Basilio era de los que sinceramente se alegraban del golpe de suerte que había tenido Juan Pablo. Aquel destino no era de su ramo, y por tanto, no lo envidiaba. Si se hubiera tratado de la dirección económica de una provincia, D. Basilio habría sentido tristeza del bien ajeno. Pero no le sacaran a él de sus números... Por cierto que el Ministro le había encargado un trabajo que le traía marcado... Proyecto de reglamento para la cobranza del subsidio industrial... «Siempre me caen a mí estos turrones. Ocurre en secretaría que no se conocen los antecedentes de tal o cual cosa... “¡Ah!, la Caña lo sabrá”. Piden en el Congreso una nota del estado en que se halla la codificación de Hacienda. ¡Qué lío! Nadie sabe una palabra... “¡Ah!... A ver... la Caña”. Y la Caña les saca del apuro. Que el Ministro quiere enterarse de los trabajos hechos para el establecimiento del Registro fiscal, que es el gran medio para

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descubrir la riqueza oculta... Pues toda la casa revuelta; busca por aquí, busca por allá. Hasta que a uno se le ocurre decir... “Eso la Caña...” y, efectivamente; como que la Caña es el que hizo los primeros estudios del Registro fiscal». Total, que si por desgracia llegaba a faltar D. Basilio del Ministerio de Hacienda, éste se venía abajo de golpe como un edificio al cual falta el cimiento.

Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín le llevase de secretario; pero esto no era fácil.

—Chico, yo se lo diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos si te meto de inspector de policía.

Otros tertuliantes sentían envidia, y aunque felicitaban y adulaban al favorecido, al propio tiempo hacían pronósticos de las dificultades que había de tener en el gobierno de su ínsula. Pero ello es que la lisonja y la envidia, la codicia ambiciosa, la curiosidad y la novelería aumentaban considerablemente el personal de la tertulia en el tiempo que medió entre el nombramiento y la salida de Rubín para su destino. Mucho ajetreo tuvo aquellos días para arreglar sus asuntos y proveerse de ropa. Y no dejaron de molestarle también y entorpecerle ciertas disensiones domésticas, pues Refugio, que ya se estaba dando pisto de gobernadora, y se había despedido de sus amigas con ofrecimientos de protección a todo el género humano, se quedó helada cuando su señor le dijo que no la podía llevar... Pucheros, lloros, apóstrofes, quejas, gritos...

—Pero, hija de mi alma, hazte cargo de las cosas; no seas así. ¿No comprendes que no me puedo presentar en mi capital de provincia con una mujer que no es mi mujer? ¡Qué diría la alta sociedad, y la pequeña sociedad también, y la burguesía!... Me desprestigiaría, chica, y no podríamos seguir allí. Esto no puede ser. Pues estaría bueno que un gobernador, cuya misión es velar por la moral pública, diera tal ejemplo. ¡El encargado de hacer respetar todas las leyes, faltando a las más elementales!... ¡Bonita andaría la sociedad, si el representante del Estado predicara prácticamente el concubinato! Ni que estuviéramos entre salvajes... Convéncete de que no puede ser. Tú te quedas aquí y yo te mandaré lo que vayas necesitando... Pero lo que es allá no me pongas los pies... porque si lo hicieras, tu chatito se vería en el caso de cogerte... ya sabes que tengo mucho carácter... de cogerte y mandarte para acá por tránsitos de la Guardia civil.


V LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN 1 La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su ti...